La hablilla rescata estos vehículos de movilidad personal que parecen volar en vez de rodar. No terminamos de acostumbrarnos debido a la rapidez silenciosa con que aparecen, porque no todos llevan avisadores sonoros o luces. Días pasados, la prensa y los noticiarios informaron sobre una normativa que se pondrá en práctica a criterio del municipio. Detallada en el enlace de la Fundación CEA,se incluye un apartado con la cuantía de las multas, entre 100 euros y 1.000, ésta con inmovilización del vehículo.
Bienvenidas sean estas medidas, pues se tratan de vehículos con motor, como el exceso de velocidad, conducir tras haber consumido alcohol o drogas, por invadir zonas peatonales, por utilizar el móvil o llevar auriculares durante la conducción. Al leerlas, observamos que estas son las infracciones más caras, sin embargo, por llevar a más de una persona en la base la multa es de cien euros. Entonces aparecen los niños entre el manillar y el adulto que los lleva o recoge del colegio, por ejemplo, una aventura para el pequeño, pero una temeridad que no solo pone en peligro a los dos, sino a quien se les cruce. Quizás pueda parecer una exageración, pero lo vemos a diario. Cierto que los patinetes eléctricos, los monociclos, los segways que tanto emplean los turistas, en fin, todos estos vehículos han agilizado el transporte, pero la mayoría de las veces no se utilizan con la precaución que entraña un desplazamiento. Será la poca experiencia o, por el contrario, un exceso de confianza, la prisa al apurar el tiempo tan escaso. Las razones son tantas como los usuarios.
Estos patinetes, además, son porteadores de bultos. Lo mismo llevan una caja tan alta como su conductor o una pila de ellas más alta que su cintura. También es cierto que lo hemos visto caminando junto al patín, aliviando el peso mientras la carga se dirige a un lugar concreto, como cuando éramos pequeños y se nos pinchaba la rueda de la bicicleta. Al citarla, no podemos evitar el recuerdo de aquellas con un motor acoplado en el cuadro. Nuestros antecesores nos han contado sus recorridos por los caminos que los llevaban desde la Casería al paseíllo angosto o desde la calle Magallanes hasta la playa, con riña a la vuelta por ir a toda marcha, que apenas pasaba de los diez kilómetros.
Confiemos en que estas medidas entren en vigor. De hecho, se encuentran en los paneles informativos de las paradas de autobuses de algunas ciudades. Bienvenidas sean. Cumplirlas es un bien común.