Anatoliy pedalea por la carretera que va a Járkov. Va dejando atrás tanques, balas, misiles y otros restos de la batalla. Es un hombre delgado de barba blanca y ojos claros que sale por primera vez de su pueblo, que hace una semana que dejó de estar ocupado por los rusos.
Ahora quiere ir a ver cómo está su segunda propiedad, un piso ubicado por desgracia en el barrio más bombardeado de la segunda ciudad del país, a unos 5 kilómetros de su casa.
A sus 62 años, vive en Tsyrkuny. El Ejército ucraniano ya ha expulsado a los rusos aunque ahora aún retumba la artillería disuasoria a pocos kilómetros, y este mismo sábado hubo en su pueblo otro bombardeo. No las tiene todas consigo con que por fin se hayan ido.
Anatoliy cuenta a EFE que lo ha pasado muy mal los dos últimos meses y casi que la invasión de su pueblo ha sido lo de menos. Su hijo está luchando por Ucrania en el Ejército y la última vez que habló con él fue el pasado 26 de marzo. Después recibió algunos mensajes pero hace ya varias semanas que no sabe nada de él.
No profundiza mucho más en cómo se siente por esa circunstancia. Su gesto ansioso habla por él y sus ojos claros ya de por sí pequeños se cierran todavía más.
Tsyrkuny está a apenas unos kilómetros de Járkov en la carretera que une esa ciudad con Rusia. En su casa tiene un campo donde cultiva verduras y también una bodega para almacenar comida que le ha servido todo este tiempo de refugio.
La batalla por la segunda ciudad de Ucrania le dejó desde hace diez días sin gas, electricidad ni conexión a internet. A veces la línea de teléfono móvil funciona, otras veces no.
En el refugio vive con su mujer como si fueran personas de otros tiempos: llevan cocinando con leña cada día desde hace diez. Por suerte comida no les falta. Antes de la guerra, cuando no sabían siquiera que iba a llegar, llenaron como cada año su despensa con alimentos que ya han ido gastando. También les ha llegado ayuda humanitaria.
De momento no quiere dejar el pueblo porque allí tiene el huerto y más comodidad, pero si los rusos vuelven quizás sí se vaya a otro sitio con su mujer. No al piso de la ciudad, eso dice que sí lo tiene claro.
Lo más duro de estar siempre bajo tierra es la humedad, explica Anatoliy. “Me afecta a la garganta y a los pulmones, y el frío hace que me duelan los dientes”, asegura. Ahora que los rusos se han ido ya se anima a salir aunque no acaba de confiar, tiene miedo de que vuelvan, no se cree que hayan abandonado la intentona de tomar Járkov.
Anatoliy avanza en bicicleta hacia su otra casa. Deja atrás los pilones de gasolina explotados, el punto de control, varios tanques, algunas minas, restos de misiles y avanza hasta el barrio de Salktiva, el más destruido de Járkov. Hay una parte con viviendas unifamiliares y otra de edificios altos. A lo lejos la mayoría de ellos parecen dañados pero es difícil saber la magnitud real de la destrucción.
¿Seguirá en pie por dentro la casa? Cuando Anatoliy trata de acceder a su calle la Policía se lo impide. Ahora que han dejado de bombardear están trabajando los servicios de emergencias, los bomberos y no se sabe bien qué pasa dentro pero aún no es territorio seguro para civiles.
Anatoliy no consigue la respuesta que quería. No sabe si sigue en pie o si no. Si quizás solo sea necesario reparar las puertas y las ventanas, si algún día quizás su hijo soldado del que no tiene noticias pueda volver allí a vivir. No rechista porque han dicho que por seguridad no pueden entrar civiles. Explica a EFE que volverá otro día.
Coge su bicicleta y emprende el camino de viaje a casa por la carretera que une Járkov con el frente.
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Anatoliy, sin noticias de su hijo soldado ni de su casa en Járkov
Anatoliy pedalea por la carretera que va a Járkov. Va dejando atrás tanques, balas, misiles y otros restos de la batalla
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