Doñana (en no pocos mapas y entre bastantes paisanos, Oñana) fue siempre un territorio habitado, aunque con baja densidad. Allí vivían hombres y mujeres que trabajaban en diversos menesteres. Residentes fijos en las cabañas de madera y bayunco, o bien entraban y salían según la temporada de tareas. El último poblado habitado fue el de la Plancha, situado casi a la vista desde Sanlúcar, y ahora visitable en las rutas por el espacio natural.
Por allí pasaron los sucesivos gobiernos, y por supuesto el propio Franco. Claro está que ellos en el palacio de Marismillas, propiedad entonces de los marqueses de Borghetto. Al calor del poder se acercaron industriales de muy diverso procedencia. Desde Javier Benjumea, el patriarca fundador de Abengoa, al ‘rey de la chatarra’, José María Aristrain. Todos querían hacer negocios.
Y, los que no iban tanto por dinero como por placer, ofrecían un abanico espectacular en su variedad. Por Doñana pasaron desde la propietaria de Guinness, lady Honor Dorothy Mary Guinness, a Napoleón VI o Balduino de Bélgica.
Se disparaba sobre todo a aves y a ciervos y gamos. Los más osados se atrevían con el lanceo de jabalíes (el caso de gran duque Vladimir Kirílovich de Rusia), arriesgada práctica para jinete y para caballo ante el fiero animal.
Pero también se abatía a lo que se cruzara por tierra o aire, no en vano se trataba de alimañas. Un buitre, como el de la imagen; o un águila imperial, que fue el caso de Ramón Serrano Súñer.
La actividad cinegética tenía pausa en medio del campo para tomar un tentempié, que llegaba en reatas de mulas o caballos. Y, ya en el palacio de turno, se servía una comida al nivel apropiado de los señores.
Comida traída desde Sanlúcar cuando el producto no lo daba Doñana, desde café a manjares refinados. El coto ofrecía carne de caza de primera, patatas, verduras, huevos, pescados o coquinas. Las mujeres del servicio lo guisan, aunque en cierta ocasión Franco trajo su propio cocinero desde el Pardo.
Por supuesto, dado el origen vinatero de las fortunas de los Borguetto y los González, los mejores caldos de Jerez siempre estaban a la mesa.
La vida muelle de los señoritos contrastaba con la humildad de los trabajadores. No se podía hablar de penuria, pero cualquier exceso necesitaba de un extra, que se conseguía por ejemplo cazando y vendiendo un lince.
Desde los pueblos cercanos, como Almonte, Hinojos o Pilas, llegaban braceros para el aserradero que se construyó en la Plancha, frente a Sanlúcar. Uno de los bienes que más salió de Doñana fueron las horquillas de pino que servían para apoyar las viñas en tierras de Jerez. También se sorteaban y alquilaban rozas de terrero para ser cultivadas.
Dos mundos diferentes, dos clases sociales de imposible mezcla. Sólo los guardas mayores, los lugartenientes de los dueños sobre el terreno, se movían entre los dos mundos. Pero sin olvidar cuál era su sitio.
En Doñana, como me comentó en una entrevista el ex presidente Felipe González, pervivieron estructuras sociales del Medievo en pleno siglo XX.
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