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Rehala

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Casi cuando menos lo esperaba, una llamada de teléfono hizo que al día siguiente me viera monteando en La Carolina. Mi amigo Javito me ponía en suerte acompañarle, por enésima vez, a montear y a diferencia de otras muchas veces en que no pude, esta vez me adherí a la causa prácticamente de forma automática.


   Los madrugones cuando son para ir al campo saben mejor. De pequeño lo aprendí cuando notaba que al sonar el despertador, de madrugada, saltaba como un resorte desde mi cama sabiendo que el campo me esperaba. A primera hora de la mañana, sin que el sol se haga presente aún, la carretera se va jalonando de coches que delatan a quienes se van de caza, y entre ellos más si cabe los camiones de las rehalas que son precisamente los que te van poniendo a tono el cuerpo para lo que llegará después.


  De niño, lo admito, me producían entre miedo y respeto. Tuve ocasión más de una vez de poder ver in situ la suelta de los perros y aquello me marcó bastante, quizás por sentirme superado por un batallón de perros totalmente distintos a los que uno se cruza por la calle en su día a día. Por su morfología, por su olor, por su ímpetu, por mil cosas que los hacen especiales.
   El sábado en el puesto, soportando todo el frío posible en una umbría, disfruté viendo a lo lejos como cazaba la mancha la rehala. Rompiendo el silencio del campo los sonidos de sus campanillas, las voces de los rehaleros y la ladra de los perros. Llenando de emoción una mañana hasta entonces algo aburrida.


  La forma más primitiva y quizás la más auténtica hoy día de practicar la caza, encerrando un espíritu de amor hacia los perros que aquellos que se digan contrarios al deporte de la caza bien me gustaría que admirasen. En segundo plano, he visto y he vivido como hombres se quedaban sin comer por tal de rescatar a un perro perdido y no regresar sin él en la camioneta. O curar, in extremis, a un podenco herido en un agarre por un cochino.


  Señores, humildes, que han sabido ganarse el respeto y admiración de monteros y demás gente de campo, combatiendo a las adversidades de la naturaleza rozando a veces la temeridad por tal de conseguir que otros disfruten de un lance en el tiradero a base del esfuerzo de unos perros, poniendo frecuentemente su vida en riesgo. Muchos de ellos son célebres y una verdadera institución en nuestra sierra, pareciendo personajes más propios de otro siglo que del tiempo en que vivimos.


  Sin una rehala no se concibe la montería. En estos tiempos donde todo escasea, y cazar se convierte en cosa de privilegiados, es de admirar que aunque cueste el dinero mantener un puñado de podencos dispuestos para una suelta en el monte, siga habiendo una rehala que al toque de una caracola te demuestre el sentido de la caza.

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