La ausencia de autocrítica no es lo que lleva a los partidos progresistas a la desunión o el conflicto, sino más bien lo contrario. Precisamente la conciencia social, la conciencia de clase, la conciencia con los más desfavorecidos y la conciencia sobre las consecuencias futuras de cualquier medida son los factores que activan una crítica interna que a veces es asertiva, a veces es feroz y, en ocasiones, incluso desleal.
La ausencia de autocrítica es lo que proporciona cohesión y un magnífico suelo electoral a los partidos conservadores, liberales y de extrema derecha. Pablo Iglesias se compra un chalet con su dinero y más del 30 % de los inscritos votan que se vaya. Isabel Díaz Ayuso acepta prebendas que no explica, beneficia a su familia en contratos, desoye la orden y la súplica de medicalizar las residencias de ancianos, provoca la muerte de miles al no trasladarlos a hospitales, y gana en las autonómicas.
El honor negro español se filtra y extiende por capilaridad en la mentalidad conservadora y hace a la gente decir cosas como que prefiere votar a un corrupto de derechas que a un rojo honrado. Cómo son las cosas; Julio Anguita dijo una vez justo lo contrario. La ausencia de autocrítica es que alguien señale un caso enorme de corrupción con consecuencias literalmente letales, y que te vayas a buscar un enlace del asunto de Echenique con la Seguridad Social para equipararlo. La ausencia de autocrítica es protestar porque a cualquiera se le llama facha hoy día, mientras al minuto siguiente discutes con uno de Podemos y sacas a pasear los crímenes de Stalin.
La ausencia de autocrítica es ese impulso mezquino que se te despierta en las tripas cuando te dicen a la cara que llevas toda la vida votando sinvergüenzas sin que nadie te haya obligado a ello; lo último que se te ocurre es examinar tus principios, sino que acudes corriendo a examinar los principios del otro, del que te deja en evidencia y te mofas diciéndole: «bueno, hoy serían corruptes». Qué gracioso eres.
La ausencia de autocrítica esconde tus heridas interiores y te lleva a desear que todo el mundo sufra como has sufrido tú en la vida, ya sea porque tu padre te pegaba unas palizas fuera de toda lógica o porque tus jefes te explotaban y explotan más allá de lo soportable. Debe ser duro haberte jubilado con la espalda rota y que haya gente que reclame el teletrabajo, la jornada de cuatro días o la ampliación del permiso por paternidad, pero, ¿sabes qué? Antes que tú nacieras la gente lo pasaba peor, y antes, peor, y no hace falta remontarse mucho hasta llegar a una época donde no existían los antibióticos, se te morían tres hijos en la cuna y los trabajadores se remendaban sus propios zapatos, cuando tenían.
La ausencia de autocrítica, en definitiva, te lleva a buscar refugio en aquellos líderes que te dicen que nunca hubo nada malo en ti ni en tus costumbres, que no tienes que esforzarte en tener un corazón más grande, sino unas manos más callosas que contenten a tu patrón. Que, si la gente de la tasca se ríe de los transexuales, no hace falta que te enfrentes a ellos sino a tu hijo. Que es más fácil echar la culpa a los inmigrantes de que el cacique local les dé trabajo por una miseria. La ausencia de autocrítica es aquello con lo que te enterrarás habiendo dejado a tus espaldas un mundo peor, y culpando de ello a quienes querían mejorarlo.