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"Arena en los ojos", por María del Mar Patino

Blog: “Las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma”

Publicado: 23/06/2021 ·
09:22
· Actualizado: 23/06/2021 · 09:22
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“Las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma”

Julio Cortázar.

 

Carlos volvía a experimentar esa sensación tan intensa como desagradable, que le hacía apretar fuertemente los puños y cerrar los ojos, como si le hubiese entrado arena en ellos. Le ocurría en casi cualquier situación, y en cualquier parte. Un día, incluso tuvo que salir de clase, tras decirle a sus alumnos que copiasen las citas de escritores célebres que a él le gustaba dejarles sobre tiza.

Hubo un tiempo que lució uniforme, pero aquello no duró mucho, ya que no tardaría en aflorar su verdadera vocación.

Creía a veces, que si se resistía, conseguiría erradicar de su memoria la noche de aquel verano de 1.971. Desde entonces había aprendido muchas cosas: entre ellas que hay apariencias que engañan. Pero también que hay algo mucho peor: engañar para aparentar. Sin quererlo, contemplaba la escena en su cabeza una y otra vez. Pensaba muchas veces que en aquellas horas interminables de lamentos y literal tortura, no había nada que resolver ni castigar, sino una realidad que aceptar. Cincuenta años sin haber verbalizado una sola palabra a nadie. Por aquel entonces, se escudó en que “recibió órdenes”, y asumió de manera tácita, que su salvoconducto para ejercer tal agresividad, era un número de placa. Y si cada palabra tiene consecuencias; cada silencio, también. Porque fingir que no duele, duele el doble. Y como tantas veces, volvió a necesitar sentarse en ese banco, para no caerse; el mismo donde se apoyaba desde hacía dieciocho años. Lo hacía como si ese gesto pudiese redimir de alguna manera, el daño que causó. Veinticuatro de Junio de mil novecientos setenta y uno. Las instrucciones eran claras; porque “un grupo de personas estaba poniendo en peligro la moralidad y las buenas costumbres”, decían. Se ampararon incluso en convicciones religiosas, y otra cita venía a su cabeza, “Si El Padre Eterno existe, a fin de cuentas, él ve que no me comporto peor que si fuese un creyente”. (George Wells).

Torremolinos, Paseo de Begoña. 24 de Junio de 1.971.

Nada más bajarse de uno de los furgones, Carlos vió a una multitud que corría. Él sabía que la ´justicia´ que quería impartir tenía tintes más bien personales. Buscó con la mirada hasta encontrarlo. Miguel se levantaba del suelo, mientras un chico con expresión de estar viendo una película de terror, le suplicaba que lo acompañara en la carrera. Carlos apresuró sus pasos, equiparándolos al ritmo de su corazón; absolutamente desbocado tras ver a Miguel acompañado. Y no tuvo que hacer mucho esfuerzo hasta llegar a su ´presa´, porque la adrenalina que lo invadía en ese momento, le otorgó la oportunidad, casi sin esfuerzo.

Al día siguiente, Miguel aparecía en distintas portadas, esposado y con la cara ensangrentada. Fué uno de los ciento catorce detenidos. En la imagen, lo rodeaban tres policías con rostros de estar celebrando ´la gesta´; como quien festeja el triunfo de su equipo.

Después de esa noche, Carlos tan sólo se había encontrado con Miguel, una vez por la calle. Recuerda que la vergüenza lo invadió; y que sus disculpas fueron tan sentidas como estériles, encontrándose con una respuesta que lo dejó con la sensación de notar arena en los ojos: “únicamente eres digno de ser olvidado”, contestó Miguel. Una paradoja de la vida, teniendo en cuenta que Carlos jamás se iba a dormir, sin contemplar previamente un retrato de ´su víctima´; imagen que conservaba escondida en el falso fondo de un cajón de la casa. Nunca más supo de Miguel, hasta que alguien lo informó de su fallecimiento.

Cuando Carlos vio a Miguel por primera vez, se acordó de Federico García Lorca, donde decía que “Hay almas a las que uno tiene ganas de asomarse, como a una ventana llena de sol”. Llevaba décadas preguntándose por qué nunca se lo dijo. Se le venía a la memoria las decenas de ocasiones a lo largo de sus años de docente, donde le había intentado inculcar a sus alumnos que nada había más sincero que un impulso. Se lamentaba una y otra vez de no haberle profesado ese sentimiento a Miguel. Recuerda que cuando lo miraba, sentía que contemplaba una especie de escenario infinito que uno no se cansa de ver; como el mar, o como un desierto. Y se dio cuenta que todo el mundo muere, pero no todo el mundo vive; y que él pertenecía a estos últimos. Porque con Miguel, su mirada nunca necesitó subtítulos: con Carmen, sí. Comprendió que estaba hecho pedazos, por haber intentado mantener a los demás completos: su esposa incluida. Muchísimas veces, cuando le costaba dedicarle un gesto cariñoso, la miraba pensando, “ojalá entiendas lo que no te digo”.

En los últimos años, las palabras de su nieto, habían cobrado más sentido si cabe. Le decía, “abuelo, si elijes la forma en que miras las cosas; las cosas que miras, cambian”.

Una vez que tuvo fuerzas para incorporarse del banco, concluyó la tarde, haciendo el mismo recorrido por décimo octava vez. Encaminó sus pasos hasta el lugar silencioso y cómplice de sus más sinceros instintos: ese que jamás ha delatado las palabras que cada veinticuatro de Junio dedica a Miguel. Con la mano sobre el mármol; percibiendo la frialdad que separa su realidad de la que pudo ser; y como quien prepara un ritual, Carlos exterioriza emociones que encerró dentro de sí, hace cincuenta años. Y lo hace con infinita desolación:

“ Miguel, perdóname: Algunos golpes de la vida son de suerte, y el mío fue conocerte. Ni por amor hice, lo que hice por miedo. Guardo la esperanza que alguna vez nos volvamos a encontrar. Gracias por tu lucha y valentía; esa que ha permitido que en pocos días, mi nieto pueda unir su vida, a otro ser maravilloso. Ojalá podamos vernos en otra vida, porque como dijo Pablo Neruda, “En un beso sabrás todo lo que he callado” ”.

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