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CinemaScope

'Carol',: El precio de la sal

La puesta en escena es tan refinada, sutil y delicada como eficaz. Siempre al servicio de la historia, no hay ni un solo plano que sobre. Hermosa y sofisticada, cruel y desgarradora, contenida pero emotiva, no abruma sentimentalmente al espectador

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Patricia Highsmith (1921-1995) escribió ‘El precio de la sal’ en 1951 -aunque se editara un año después- bajo el seudónimo de Claire Morgan, al ser rechazado el manuscrito por sus editores, debido a su temática lésbica. La concibió antes, a los 27, tras publicar ‘Extraños en un tren’. En 1989, la reimprimió con el título de ‘Carol’ y su verdadero nombre, explicando las razones que la habían obligado a ocultarse y declarándose satisfecha por haber ayudado con ella a muchas lesbianas. Vendió cerca de un millón de ejemplares.

La excelente autora estadounidense, afincada luego en Suiza, fue una reconocida misántropa, gatófila, bisexual y -¡¡¡ay!!!- también misógina. Y, en este caso, como en los de otras excelentes adaptaciones de sus libros, ha tenido la fortuna de que dicha historia suya,  tan a contracorriente, sobre dos neoyorquinas muy distintas -la joven dependienta de una tienda de Manhattan y una dama de clase alta, que acude allí para comprar un regalo para su hija- que se enamoran en las circunstancias más difíciles… haya encontrado el mejor traductor al cine.

En efecto. Todd Haynes, californiano de la cosecha del 61 y responsable de ‘Lejos del cielo’, es un director comprometido con la causa gay y está especialmente dotado para retratar, como lo demostró en la cinta citada, relaciones que no se ajustan a las reglas heteronormativas al uso. Además de todo eso, es un realizador de talento, en el que el fondo y la forma se combinan sabiamente, de una manera tan clásica y estilizada, como sutilmente transgresora.

En ‘Carol’, la puesta en escena es tan refinada, sutil y delicada como eficaz. Siempre al servicio de la historia, no hay ni un solo plano que sobre. Hermosa y sofisticada, cruel y desgarradora, contenida pero emotiva, no abruma sentimentalmente al espectador. Por el contrario, le ofrece un relato nada complaciente ni estética, ni éticamente, sin preciosismos superfluos, ni vacuas sensiblerías. Decepcionará, por tanto, a quienes esperen un drama romántico al uso, convencionalmente narrado. Y más aún a quienes pretendan extraer un cierto morbo del cuerpo a cuerpo, tipo mujer contra mujer.

Hay erotismo, sensualidad, pasión e intensidad, sí. Pero nunca fuera de contexto. Siempre en el contexto de una sociedad, la de los 50, ferozmente machista, en la que los hombres tenían el poder absoluto sobre las mujeres. Desde besarlas sin permiso, hasta manipularlas para conseguir un compromiso no deseado por ellas. Desde utilizar a una hija como moneda de cambio para retenerlas contra su voluntad, hasta arrebatarles la custodia por faltas contra la moral. Desde ignorar sus verdaderas tendencias, hasta condenarlas por ellas.

El realizador nos muestra -¡y de qué manera¡- la belleza de un romance naciente,  de una ciudad única, de una historia  y de unas protagonistas en la plenitud de sus vidas, sin olvidarse nunca de las sórdidas dificultades que les impiden desarrollarse y ser fieles a sí mismas. Un tiempo, un país y una época  especialmente lacerantes, además, para aquellas cuyos deseos no concordaban con lo establecido.

118 minutos de metraje. Su espléndido guión adaptado lo escribe Phyllis Nagy. La preciosa fotografía, tan plástica e integrada en el tiempo que retrata, es de Edward Lachman. La arrebatadora partitura, de Carter Burwell. Cate Blanchett y Rooney Mara nos estremecen con su mutua química, sus magnéticas presencias y sus excelentes composiciones. Con Sarah Paulson, Kyle Chandler y el resto del reparto más que dignos.

Es una de las elegidas para debatir en nuestra próxima tertulia del miércoles, 2 de marzo. Háganse el inmenso favor de no perdérsela.

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